ENRIQUE, SIEMPRE ANIDARAS EN NUESTROS CORAZONES
Eran
las 7 de la mañana de un quince de febrero cuando Enrique de Castro inició su
viaje a la “otra orilla del río de la vida”. Con sus ochenta años recién
cumplidos, Enrique ha sido un referente por su entrega a las personas más
excluidas y empobrecidas. Me imagino a Enrique allá donde se encuentre abrazando
y besando a tantos chavales con los que ha compartido la vida. Jóvenes que no
llegaron a alcanzar más de tres o cuatro decenas de años por carecer del cariño
y la seguridad de una familia, de una sociedad, que los amparase y criase.
Enrique para ellos era su padre, su madre, su luz, su fuerza. La humanidad que
tanto anhelaban.
Siempre guardaré en mi corazón algunos momentos
inigualables que viví con Enrique, de los muchas que compartí con él en sus
idas y venidas a Córdoba. Con motivo de una desavenencia que tuve con un chaval
con graves problemas debido a las toxicomanías me dijo: nunca dejes a uno de tus chavales en el camino. Se me cogió un nudo
en el estómago y le contesté: en el
próximo viaje iré con él a donde haga falta. Enrique rompió a llorar. Ese
fue su mejor discurso, su maestría. Siempre lo tendré como un maestro de la
vida, que hablaba a través de sus ojos humedecidos a causa de unas entrañas
henchidas de humanidad. Estoy convencido de que Belton Brecht de haberlo
conocido le hubiese dedicado estas palabras: “Hay hombres que luchan un día, y
son buenos; hay otros que luchan un año, y son mejores; hay quienes luchan
muchos años, y son muy buenos, pero hay los que luchan toda una vida… ésos son
los imprescindibles”.
Enrique era un hombre de fe, pero no
de una fe de ritos y liturgias, de derechos canónicos y morales de malas
conciencias, por eso su dios era ateo. Enrique creía en la persona, en lo mejor
que anida en las entrañas del ser humano. Un ejemplo de como Enrique compartía
la vida era la llamada “misa de una” de la parroquia de Entrevías. Una asamblea
humana que compartía la vida, la justicia y la esperanza, brindando con vino y
comulgando con galletas, tortas, pan o lo que se pusiera encima de la mesa, con
el propósito de celebrar y compartir. En torno a su persona, se congregaban
personas de todas las religiones y clases sociales, cristianos musulmanes y
ateos, el juez y la madre contra la droga, el educador y el preso, el
catedrático de universidad y la catedrática de la calle, el sin papeles y el
fiscal… Cada persona tenía su espacio, respetada por ser persona y no por lo
que tenía o por el dios en que creía o no creía.
A
Enrique siempre le acompañaban en la vida tres sustantivos: la risa, el brindis
y el baile, tres sustantivos de felicidad y gozo. De haber podido, hubiese
fallecido bailando hasta el infinito. Lo contrario a él era lo que oliese a
institución, al clero de cumpli-miento, a las liturgias huecas y vacías de
calor humano, tristes y aburridas. Por eso, cuando ya estaba muy malito, me
dijo que no quería responsos, ni funerales, solo que brindásemos por la vida. Y
así lo haré, lo haremos, al igual que lo hacías con tu gente, con tu familia
biológica y de corazón. Brindaremos, bailaremos y reiremos como locos hasta que
la pena de no poder darte un último beso y abrazo nos ahogue por dentro.
Damos gracias, mi familia y amigos de
Córdoba, a ese dios ateo por habernos permitido que nos cruzáramos en tu
camino. Y nunca olvidaremos tu último consejo, con sonrisa cómplice: “Que no
seas bueno…”
Córdoba, 16 de febrero de 2023
Miguel
Santiago Losada
Profesor y escritor
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