ENRIQUE DE CASTRO

 

Belton Brecht de haber conocido a Enrique de Castro le hubiese dedicado estas palabras: “Hay hombres que luchan un día, y son buenos; hay otros que luchan un año, y son mejores; hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos, pero hay los que luchan toda una vida… ésos son los imprescindibles”.

 

Enrique de Castro, conocido como el cura de la parroquia de Entrevías, o por algunos titulares mediáticos como el cura rojo de Vallecas, fue uno de esos incansables luchadores por las personas más empobrecidas y excluidas de los últimos 50 años. Ordenado sacerdote en 1972 y destinado a Vallecas, cambió repentinamente su vida al darse de bruces con la realidad social en la que miles de personas tenían que vivir a diario situaciones de extrema pobreza, exclusión, explotación, carencias afectivas, rupturas por la droga y por la cárcel, desesperación, etc.

 

Proveniente de una familia de clase acomodada, Enrique fue educado para ser una buena persona, conservadora, al servicio de la estructura eclesial y del poder establecido. Muchos de los valores, las ideas y las normas morales más básicas que él adquirió se desplomaron como una torre de naipes. Los principios tradicionales sucumbieron para él. Fiel a su experiencia vital, con sonrisa cómplice, siempre se despedía de las personas que quería con un: “Que no seas bueno…”

 

La parroquia fue el instrumento y el lugar de encuentro para la difusión del nuevo espíritu de lucha que pretendía transmitir a todos los vecinos del barrio. La eucaristía, la llamada “misa de una” de la parroquia de Entrevías, tomó un valor educativo de concienciación y lucha social, partiendo de las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Asamblea humana que compartía la vida, la justicia y la esperanza, brindando con vino y comulgando con galletas, tortas, pan o lo que se pusiera encima de la mesa, con el propósito de celebrar y compartir. Enrique de Castro acogía en la parroquia a las madres del barrio y a mucha gente de corazón grande y, en muchos casos, roto. Acompañaba, daba aliento y comida, techo, papeles para alcanzar libertades y, sobre todo, cariño, mucho abrazo y ternura, la mejor medicina para un corazón desangrado o un alma en pena. En la parroquia, y en torno a su persona, se congregaban personas de todas las religiones y clases sociales, cristianos musulmanes y ateos, el juez y la madre contra la droga, el educador y el preso, el catedrático de universidad y la catedrática de la calle, el sin papeles y el fiscal… Cada persona tenía su espacio, respetada por ser persona y no por lo que tenía o por el dios en que creía o no creía.

 

Detectaba todo lo que olía a iglesia institución, al clero y a su parafernalia, a las liturgias huecas y vacías de calor humano, triste y aburrido donde no tenía cabida la risa, el brindis y el baile, tres sustantivos íntimamente ligados a su persona.

La fe para él era algo completamente diferente a lo estipulado. Su fe se traducía en esperanza y lucha, encuentro entre personas y brindis por la vida, convencido de que Dios es ateo, tal y como tituló su último libro. Él creía en la persona, su fe residía en la persona, especialmente en las personas en las que muy pocos creían. Su fe era en: Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados (…), en palabras del poeta Galeano.

Su fe en ellos y en ellas le hizo perder el miedo, y al perder el miedo perdíó  la vergüenza, se mimetizó y se hizo uno con ellos, rompiendo con todo tipo de conservadurismo. Aprendió de los que nada tienen que conservar porque lo perdieron todo, incluso el miedo.

Generoso, entregado a fondo perdido, sin importarle ni el cómo, ni el cuándo, ni el cuánto…De puertas abiertas, y no en sentido figurado, porque en su casa siempre había un plato de comida, una cama y mucho cariño para quien lo necesitaba. Por su hogar  pasaron cientos de chavales, e incluso de familias, a los que dio cobijo hasta sus últimos días.

Para Enrique la solución estaba en  proporcionarles amor de manera incondicional, amor del que nunca habían gozado. Por medio de ese amor  conseguía que creyesen en ellos mismos, que recuperasen la fuerza y la autoestima necesaria para luchar por su vida y por sus derechos, siempre con paciencia, confianza y apoyo.

Tenía como lema un “nunca dejes a uno de los chavales en el camino”, pronunciado siempre desde el corazón y con los ojos humedecidos. Era como decir aquello de “dejar que los más pequeños se acerquen a mí” (Lc 9,56-48. 18,15-17) “porque la verdad les ha sido revelada a ellos” (Lc 10,21-22).

Vivió el presente, su aquí y ahora, y lo hizo plenamente. Fue feliz con su gente, con sus chavales, con las madres, con sus amigos y amigas, con su familia biológica y de corazón. Allá donde estés brindaremos por ti, por la dicha de poder sentirte, bailaremos contigo y reiremos hasta que la pena de no poder darte un último beso y abrazo nos ahogue por dentro.

Damos gracias a ese dios ateo por habernos permitido que nos cruzáramos en tu camino.

 

             

                                                   Enrique de Castro en una misa de la parroquia de Entrevías

 

             

                                                                       Miguel Santiago Losada

                                                                          Profesor y escritor

 

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