ENRIQUE DE CASTRO
Belton Brecht de haber conocido a Enrique
de Castro le hubiese dedicado estas palabras: “Hay hombres que luchan un día, y
son buenos; hay otros que luchan un año, y son mejores; hay quienes luchan muchos
años, y son muy buenos, pero hay los que luchan toda una vida… ésos son los
imprescindibles”.
Proveniente
de una familia de clase acomodada, Enrique fue educado para ser una buena
persona, conservadora, al servicio de la estructura eclesial y del poder
establecido. Muchos de los valores, las ideas y las normas morales más básicas
que él adquirió se desplomaron como una torre de naipes. Los principios tradicionales
sucumbieron para él. Fiel a su experiencia vital, con sonrisa cómplice, siempre
se despedía de las personas que quería con un: “Que no seas bueno…”
La parroquia fue el instrumento y el lugar
de encuentro para la difusión del nuevo espíritu de lucha que pretendía transmitir
a todos los vecinos del barrio. La eucaristía, la llamada “misa de una” de la
parroquia de Entrevías, tomó un valor educativo de concienciación y lucha
social, partiendo de las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Asamblea humana que
compartía la vida, la justicia y la esperanza, brindando con vino y comulgando
con galletas, tortas, pan o lo que se pusiera encima de la mesa, con el
propósito de celebrar y compartir. Enrique de Castro acogía en la parroquia a las
madres del barrio y a mucha gente de corazón grande y, en muchos casos, roto. Acompañaba,
daba aliento y comida, techo, papeles para alcanzar libertades y, sobre todo,
cariño, mucho abrazo y ternura, la mejor medicina para un corazón desangrado o
un alma en pena. En la parroquia, y en torno a su persona, se congregaban personas
de todas las religiones y clases sociales, cristianos musulmanes y ateos, el
juez y la madre contra la droga, el educador y el preso, el catedrático de
universidad y la catedrática de la calle, el sin papeles y el fiscal… Cada
persona tenía su espacio, respetada por ser persona y no por lo que tenía o por
el dios en que creía o no creía.
Detectaba todo lo que olía a iglesia
institución, al clero y a su parafernalia, a las liturgias huecas y vacías de calor
humano, triste y aburrido donde no tenía cabida la risa, el brindis y el baile,
tres sustantivos íntimamente ligados a su persona.
La
fe para él era algo completamente diferente a lo estipulado. Su fe se traducía
en esperanza y lucha, encuentro entre personas y brindis por la vida,
convencido de que Dios es ateo, tal y
como tituló su último libro. Él creía en la persona, su fe residía en la
persona, especialmente en las personas en las que muy pocos creían. Su fe era en:
Los nadies: los hijos
de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados (…), en palabras del poeta Galeano.
Su fe en ellos y en ellas le hizo perder el miedo, y al perder el miedo
perdíó la vergüenza, se mimetizó y se
hizo uno con ellos, rompiendo con todo tipo de conservadurismo. Aprendió de los
que nada tienen que conservar porque lo perdieron todo, incluso el miedo.
Generoso, entregado a fondo perdido, sin
importarle ni el cómo, ni el cuándo, ni el cuánto…De puertas abiertas, y no en
sentido figurado, porque en su casa siempre había un plato de comida, una cama
y mucho cariño para quien lo necesitaba. Por su hogar pasaron cientos de chavales, e incluso de
familias, a los que dio cobijo hasta sus últimos días.
Para Enrique la solución estaba en proporcionarles amor de manera incondicional, amor
del que nunca habían gozado. Por medio de ese amor conseguía que creyesen en ellos mismos, que
recuperasen la fuerza y la autoestima necesaria para luchar por su vida y por
sus derechos, siempre con paciencia, confianza y apoyo.
Tenía
como lema un “nunca dejes a uno de los chavales en el camino”, pronunciado
siempre desde el corazón y con los ojos humedecidos. Era como decir aquello de
“dejar que los más pequeños se acerquen a mí” (Lc 9,56-48. 18,15-17) “porque la
verdad les ha sido revelada a ellos” (Lc 10,21-22).
Vivió
el presente, su aquí y ahora, y lo hizo plenamente. Fue feliz con su gente, con
sus chavales, con las madres, con sus amigos y amigas, con su familia biológica
y de corazón. Allá donde estés brindaremos por ti, por la dicha de poder
sentirte, bailaremos contigo y reiremos hasta que la pena de no poder darte un
último beso y abrazo nos ahogue por dentro.
Damos
gracias a ese dios ateo por habernos permitido que nos cruzáramos en tu camino.
Enrique de
Castro en una misa de la parroquia de Entrevías
Miguel
Santiago Losada
Profesor y escritor
Comentarios
Publicar un comentario