EL RABINO PHILIPPSON Y LA LIBERTAD DE CULTOS
Hace
168 años, otoño de 1854, que el rabino reformista Ludwig Philippson, influido
por la obra de Amador de los Ríos: Los
judíos de España. Estudios históricos, políticos y literarios (1848), envió
a las Cortes constituyentes un escrito solicitando que la nueva Constitución
recogiese la libertad de cultos: “una necesidad irrecusable en toda nación
civilizada”. Además, pidió la revocación formal del edicto de expulsión de los
judíos, firmado por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492, suponiendo la
“reparación de un agravio antiguo” cuyas consecuencias siguen vivas hasta
nuestros días. Esta petición cuestionaba por primera vez la unidad católica de
España establecida por los reyes Isabel y Fernando mediante la implantación del
Tribunal de la Inquisición, la expulsión de los judíos y la conversión forzosa
de los musulmanes, y que el Concordato con la Iglesia católica de 1851 blindaba.
Las Constituciones liberalitas-católicas
de 1812, 1837 y 1845 no osaron en cuestionarlo, cuyo modelo sería el de una
monarquía constitucional basada en la ciudadanía católica.
Tales
fueron las medidas protectoras del catolicismo como única religión verdadera que
llevaron a establecer los estatutos de limpieza de sangre, que discriminaban a
los católicos descendientes de judíos y musulmanes, llamados los cristianos nuevos
a diferencia de los cristianos viejos o puros: “descendiente de cristianos, sin mezcla conocida de moro,
judío o gentil”, según la RAE. Siglos atrás, Francisco de Quevedo, un cristiano
viejo, llegaría a burlarse de la poca limpieza de sangre de su enemigo
literario, Luis de Góngora., que al igual que Luis Vives, Teresa de Jesús, Juan
de la Cruz o Miguel de Cervantes eran descendientes de judíos.
En
las Cortes constituyentes de 1854 el debate sobre la libertad de conciencia
defendida por los demócratas fue el más intenso y prolongado. Este tema como el
sufragio universal, o los derechos de reunión y asociación fueron rechazados.
Solo lograron que se aprobase una mera tolerancia religiosa: “Ningún español ni
extranjero podrá ser perseguido por sus opiniones o creencias, mientras no las
manifieste por actos públicos contrarios a la religión (católica)”. Tuvieron
que esperar a la Revolución de 1868 para que se aprobasen las demandas
expuestas por los demócratas, que la Constitución de 1876 volvió a suprimir.
No
nos debe extrañar esta obstinación por negar todo lo que no fuera católico, la
seña de identidad de la llamada “nación española”. A diferencia de otros países,
como Francia, que no tomaron la religión como pretexto excluyente para
configurar su reino. Es el caso de Enrique IV de Francia (1589-1610) muy
alejado de su coetáneo Felipe II. Baste con recordar el Edicto de Nantes (1598)
que autorizaba la libertad de conciencia. Un hecho que podríamos calificar de
inicio del proceso de secularización, reconociendo la separación entre nación y
confesión. Algunos autores lo calificarían como “el triunfo del poder político
sobre el poder de la jerarquía católica”, otros como “momento decisivo en el
surgimiento del Estado moderno”. Su contrapunto lo encontramos en el mencionado
Felipe II totalmente identificado con la Contrarreforma, proclamándose salvaguarda
de la fe católica contra las herejías. Su reinado continuo la política de sus
ascendientes, depurando todos sus territorios de credos que desvirtúen la
unidad político-religiosa de la “gran patria”. Una ideología política y
religiosa basada en que la fidelidad al rey se cimentase en todos sus vasallos sobre
una adhesión firme al catolicismo.
Después
de Trento, Felipe II, emprendió una gran cacería contra los luteranos, teniendo
la muestra más palpable en los autos de fe de Valladolid y Sevilla, 1559 y
1560. Años más tarde, 1567, dictó la Pragmática Sanción, que limitaba las libertades
culturales y cultuales, lo que provocó la rebelión de las Alpujarras entre 1568
y 1571. Una vez sofocada la rebelión se deportaría a los moriscos del Reino de
Granada por diferentes ciudades de la corona de Castilla. Aparte de las muertes
y de las expulsiones, miles fueron vendidos como esclavos. En el año1573 había en
Córdoba unos 1500 esclavos moriscos. Años más tarde, Felipe III remataría la
faena decretando la expulsión de los moriscos en 1609. Fue una decisión
dramática para las 350.000 personas que tuvieron que abandonar su tierra, sus
hogares, sus pueblos o ciudades, sus bienes, su vida. Una etapa más en el
proceso homogeneizador, excluyente y criminal comenzado por los Reyes
Católicos, ratificando la cristiandad como eje transversal de los reinos de lo
que más tarde denominarían España.
¡Qué caminos tan distintos los seguidos por Francia y
España! No nos debe extrañar que en 1789 sucediese la revolución francesa, que
dio lugar a la ilustración y con ella la llegada de las democracias y los
derechos humanos. Mientras que España seguía estancada en su catolicismo más
cavernoso e inmovilista. Una España que en el siglo XIX gritaba ¡vivan las
caenas! e introducía el término reconquista para anular o ningunear la historia
de al-Ándalus, parte esencial de la historia del pueblo andaluz y del Estado
español. Al-Ándalus molesta para los que escriben la historia desde una óptica
de cristiandad, pretendiendo amputarla de la memoria colectiva como si de un
miembro gangrenoso se tratase. Por eso Andalucía en particular y España en
general seguirán padeciendo la tensión ideológica e identitaria mientras siga
existiendo una monarquía confesionalmente católica e ideológicamente
negacionista de la pluralidad nacional del Estado español.
Andalucía
no puede estar cómoda en un Estado que no solo no reconoce su historia, sino
que la desprecia. Hace falta contarla tal y como fue, sintiéndonos orgullosos
de esa etapa llena de luz en plena Edad Media. Mientras no haya una voluntad
inclusiva para escribir la historia sin trampas ni falsos relatos este país
está condenado a vivir en la división de los unos, siempre ganadores, y los
otros, siempre perdedores. No es de recibo que las calles y plazas de nuestros
pueblos y ciudades estén presididas por personajes históricos que poco o nada
han aportado a nuestra historia colectiva. No es de recibo que en las fiestas
andaluzas ondeen los pendones de Castilla que demuestran una y otra vez que nos
negaron nuestra memoria y nos hicieron creer que ya no éramos Andalucía sino la
Nueva Castilla. Andalucía no se siente representada en el escudo del Estado, no
somos la pequeñita granada que está en su apéndice. Andalucía fue la que más en
Europa y en el mundo conocido, llevamos nuestra sabiduría a muchos rincones del
planeta, irradiamos nuestro arte por todo el mundo, e incluso nuestro
patrimonio inmaterial (gastronomía, costumbres, fiestas, cante) está reconocido
por la Unesco.
De
haber conseguido el rabino Philippson la libertad de cultos otro gallo nos
hubiese cantado. Estos limos serían muy distintos porque aquellos barros
hubiesen sido diferentes. No hubiésemos escrito la historia desde la única
perspectiva de la religión, siempre interesada, dogmática y exclusiva.
Posiblemente España sería republicana, federal y laica, un Estado moderno
reconocedor de todas sus idiosincrasias y valías, plural y de encuentros, reconciliado
y dignificado, donde la igualdad sería el denominador común de toda la
ciudadanía.
Córdoba,
28 de noviembre de 2022
Miguel Santiago Losada
Profesor y escritor
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