La fe en el ser humano

Cuando sonó el timbre de mi instituto, a última hora, crucé el pasillo central para dirigirme al aparcamiento donde coger el coche para regresar a casa. Durante el camino no dejaba de rondarme por la cabeza el episodio que había presenciado con dos chavalitos de 1º de la ESO que llegaron al aula de convivencia golpeándose, maltratándose y sucios. Después de hacer varios intentos por atenderles, pregunté cuál era la realidad social que estaba detrás de ellos. La respuesta desvelaba una realidad de familias que presentaban diferentes problemas de convivencia, lo que había provocado el internamiento de estos niños en distintos centros de menores. Me resistía al fácil reproche de considerarlos gamberros y, por consiguiente, chavales de difícil solución.
Seguía imbuido en este pensamiento cuando llegué a la cochera, encontrándome en el acceso de la misma a un abuelo que ha hecho del lugar su hábitat. Pertenece a las llamadas personas sin techo, que vive con su pensión y se relaciona con algunos vecinos de la zona. No quiere ingresar en ningún centro de acogida. Su viejo colchón y sus inseparables amigos caninos conforman su más estrecha intimidad. La manera que tiene de entender el tiempo y el espacio no coincide con la nuestra, no vive en función de las manecillas del reloj.
Después de la larga sobremesa que caracteriza a mi familia, me puse a leer el periódico encontrándome con la desagradable noticia de que una empleada del hogar de los Hermanos de la Cruz Blanca había sido condenada a 15 meses de cárcel por estafar a dicha entidad. Una mujer desesperada, con graves apuros económicos, que destinó los 1.600 euros sustraídos a pagar cuotas atrasadas de la comunidad y otras deudas.
Mi masa gris seguía estrujándome los sentimientos cuando me encontré con unos amigos al anochecer bastante preocupados al haber encontrado a un joven marroquí sin papeles, que se encontraba desnutrido y desprotegido como un gorrioncillo caído de un árbol en plena crianza. Si el gorrioncillo humano sentía miedo y desamparo, mis amigos temían ser denunciados por la ley de extranjería si prestaban apoyo solidario al chaval magrebí.
Terminé la trajinada jornada en una taberna cordobesa con un grupo de viejas amistades de dilatada trayectoria política y social. Todos pertenecemos a algún partido político, onegé o sindicato. Comentamos y debatimos sobre la realidad social. Sin embargo, echaba en falta la toma de conciencia sobre las causas que empujaban a mis alumnos del instituto a la violencia, al abuelo del aparcamiento a su soledad, a la mujer trabajadora a delinquir y al joven marroquí a emigrar, causas que nos llevarían, posiblemente, a la conclusión de que no siempre la ley coincide con la verdadera justicia humana. De ser así, nos volcaríamos en la búsqueda de soluciones para los niños que padecen problemas de diversa índole y, en vez de verlos como peligrosos, los consideraríamos en peligro. Buscaríamos medios para asistir al abuelo desde el respeto a su forma de vivir, ya que no lo consideraríamos un simple alcohólico. Hubiéramos mediado con la mujer trabajadora para hacerle caer en la cuenta, a pesar de sus circunstancias personales, de que existen otras formas para pedir ayuda que no sea la sustracción de dinero, en vez de considerarla una delincuente y denunciarla a la policía. Acogeríamos al inmigrante sin miedo a una ley de extranjería que viola los derechos humanos más básicos.
En definitiva, estaríamos llamados a cambiar una sociedad, atrapada por la falta de fe en el ser humano y el miedo, que nos conduce a la insolidaridad, por otra sociedad cuya principal actitud fuese la apuesta por lo humano, por el cuidado y la solidaridad.
No es posible otro mundo, otra sociedad, si solo tenemos buenas ideas, buenas intenciones y nos atiborramos de todo tipo de buenos consejos pero no cambiamos de actitudes en el día a día.

* Profesor y Coordinador del Area de Marginación de la APDHA

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