¿ANDALUCÍA VIVE AL RITMO DE LAS PROCESIONES?
El
antropólogo y sociólogo Marcel Mauss dijo con acierto que la Semana Santa es un
“hecho sociocultural total”. Con ello se refería al carácter polisémico de esta
celebración, rica en significados y expresiones diversas. Como señala también
el antropólogo Isidoro Moreno, no cabe una “foto fija”: la Semana Santa es un
bien público que no debe privatizarse ni ser apropiado por ninguna institución.
Conviene recordar que lo trascendental o espiritual es más amplio que lo
religioso; lo religioso, más que lo cristiano; lo cristiano, más que lo
católico; y lo católico, más que su jerarquía. Invertir ese orden supondría el
fin del espíritu popular que da vida a la Semana Santa andaluza.
Hoy, sin
embargo, el mayor riesgo que afronta esta tradición es la expansión de una
ideología integrista que se filtra en las directivas de algunas hermandades y
cofradías, alentada por partidos de extrema derecha y por una jerarquía
eclesiástica cada vez más rigorista. Ya en 1935, el periodista sevillano Manuel
Chaves Nogales lo advirtió con lucidez: “Los dos enemigos natos de la Semana
Santa sevillana son el cardenal y el gobernador, el representante de la Iglesia
y del Estado”. Y añadía: “Sin las hermandades no habría Semana Santa, por más
que se empeñasen en ello la Iglesia o los Gobiernos”.
En los
últimos años, crece la percepción de que Andalucía vive al ritmo de los pasos.
No solo en Semana Santa, cuando el incienso se convierte en aroma oficial y las
calles se llenan de capirotes y tambores, sino durante buena parte del año.
Cada vez más voces se preguntan si no se está rozando el límite de lo
razonable.
Las
procesiones son, sin duda, un tesoro cultural: arte, emoción y tradición
entrelazadas. Pero su presencia constante empieza a generar fatiga y debate. Lo
que debería ser un evento excepcional se ha convertido en una rutina
ritualizada. Detrás de esa aparente euforia cultural se esconde una realidad
menos festiva: la monopolización religiosa del espacio urbano y simbólico. La
cuestión no es suprimir la tradición, sino redefinir sus límites dentro de un
marco social más plural, inclusivo y equilibrado.
Esta
dinámica plantea un desafío al pluralismo cultural. Muchos ayuntamientos
tienden a reforzar una identidad homogénea vinculada al catolicismo
tradicional, en lugar de fomentar la diversidad y la innovación cultural.
Alcaldes, concejales y fuerzas del orden desfilan junto a los pasos,
difuminando la frontera entre lo civil y lo religioso en un país que, sobre el
papel, es aconfesional. El apoyo económico de las administraciones, a menudo
generoso, consolida una relación clientelar entre poder político y cofradías,
donde la devoción se mezcla con los intereses. No se trata de atacar la Semana
Santa ni de despreciar una tradición que forma parte esencial de la identidad
andaluza. Se trata, simplemente, de establecer límites saludables.
El uso de
símbolos nacionales (como la bandera o el himno) en procesiones religiosas abre
otro debate relevante sobre la confusión entre lo cívico y lo religioso. Aunque
algunos lo interpretan como una expresión de identidad cultural, otros lo ven
como una distorsión de los principios del Estado aconfesional. Los símbolos del
Estado representan a toda la ciudadanía, sin distinción de creencias.
Incorporarlos en actos religiosos puede dar la impresión de que el Estado
favorece una confesión determinada, vulnerando el principio de neutralidad que
debería regir en una sociedad moderna y democrática.
Finalmente,
surge la cuestión de las llamadas “misiones” en barrios de exclusión social,
cada vez más frecuentes en ciudades como Sevilla o Córdoba. Estas actividades,
centradas en la evangelización, plantean un dilema: los barrios no necesitan
sermones o procesiones, sino políticas sociales que afronten sus problemas
estructurales. ¿Son los pobres quienes necesitan evangelizarse o, más bien,
parte de las élites que ignoran el mensaje esencial del Evangelio?
Córdoba,
20 de octubre de 2025
Miguel Santiago Losada
Profesor y escritor
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