LA ANDALUCÍA POBRE Y MIGRANTE
Los almerienses fueron los primeros
andaluces en emigrar. La crisis de la minería y de la agricultura hizo que, ya
en la temprana fecha de 1920, más de 40.000 almerienses se vieran obligados a
marcharse. Fueron los pioneros, pero no los únicos. Corrían los años cuarenta y
Andalucía estaba sumida en la pesadilla de la posguerra. La pobreza y el
hambre, pero también la represión franquista, motivaron una lenta pero
constante llegada de emigrantes procedentes de toda Andalucía a Cataluña.
A partir de la segunda mitad del siglo XX, la
población andaluza emigró en masa hacia enclaves industriales de Cataluña,
Euskadi y Madrid, así como a otros países europeos y americanos. Durante las
décadas de 1960 y 1970, más de dos millones de andaluces abandonaron su tierra,
de los cuales 840.000 se establecieron en Cataluña, los llamados Els altres
catalans (Francisco Candel, 1964).
A estas personas emigrantes andaluzas había que
“buscarlas en los suburbios de Madrid o Barcelona, en los trabajos más duros de
Alemania u Holanda, en el cinturón de migrantes que rodea París, en la vendimia
del sur de Francia” (Alfonso Comín, 1970). El mismo autor se preguntaba: “Si el
andaluz acomodado piensa en Madrid y el andaluz pobre piensa en Barcelona,
¿quién piensa entonces en Andalucía?”.
En el ensayo Lo andaluz. Historia de
un hecho diferencial, Carlos Arenas Posadas explica cómo la llegada de
emigrantes andaluces a Cataluña no fue idílica y cómo, desde la prensa local,
se tachaba a los recién llegados de “ladrones, analfabetos, escandalosos,
ruidosos, violentos y como una masa que rechazaba la cultura del entorno”. Hoy
en día, en nuestros barrios, esas mismas expresiones se repiten, fomentadas por
la extrema derecha fascista, esta vez dirigidas a nuestros vecinos magrebíes o
latinoamericanos.
La política llevada a cabo por los
gobiernos de la dictadura de Franco no solo empobreció a Andalucía, provocando
que miles de personas emigraran huyendo de la miseria, sino que además muchos
fueron apresados y retenidos en centros de detención en condiciones
infrahumanas. Al cabo de unos meses, eran devueltos en tren a Andalucía. Estas
medidas respondían a la prohibición de la emigración interior al finalizar la
Guerra. Unas 70.000 personas fueron retornadas desde Cataluña a sus lugares de
origen. Solo entre 1939 y 1957, 15.000 andaluces fueron enviados de vuelta a
Andalucía tras pasar por un pabellón habilitado para ello en Montjuic (Miguel
Díaz Sánchez, 2024). Una historia que debería recordarnos que hubo un tiempo en
que los actuales Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) estuvieron
destinados a nuestros padres y abuelos.
El paralelismo con las migraciones
actuales es evidente. Miles de personas abandonaban sus pueblos y ciudades para
huir de la miseria, agravada en España por la guerra y la posterior dictadura.
Las autoridades intentaban impedirlo mediante el control policial y la
expedición restrictiva de papeles, lo que situaba a los emigrantes en una
situación de ilegalidad y precariedad que llevaba a muchos a la mendicidad. Una
vez convertidos en pobres de solemnidad, se les trataba como criminales,
estableciendo así el binomio inmigración‑delincuencia. El propio arzobispo de
Barcelona, Gregorio Modrego, se lamentaba por aquellos años, por ejemplo, de
que “lo que más nos duele es que el número excesivo de esos inmigrados da
lugar, en parte, a la inmoralidad de nuestras urbes”.
Blas Infante llegó a proclamar: “Mi
nacionalismo, antes que andaluz, es humano”. El Padre de la Patria Andaluza
habría luchado para que el extractivismo de la mano de obra andaluza, hoy
protagonizado por la juventud formada, llegara a su fin. Además, habría
defendido la acogida de las personas empobrecidas llegadas de otros lugares. Córdoba,
24 de julio de 2025
Miguel Santiago Losada
Profesor y escritor
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