Sociedad y escuela democráticas

Un Estado social, democrático y de derecho tiene el deber y la obligación de poner todo su acento en educar y formar a ciudadanos libres, responsables y solidarios/as que contribuyan a fortalecer y cohesionar a la sociedad. El Estado le ha concedido al sistema educativo la máxima potestad para conseguir esta finalidad. Los primeros gobiernos socialistas impulsaron y aprobaron la nueva ley educativa, la LOGSE, que sustituía a la antigua ley de 1970. La LOGSE, a pesar de las lagunas con las que nacía, contribuyó a universalizar la educación en un país que estrenaba una joven democracia. Buscaba la igualdad de oportunidades para todas las personas. Marcar una misma línea de salida consolidaba el principio de justicia social en la que debe basarse un Estado democrático, ya que de lo contrario, parte de la ciudadanía estaba avocada a vivir en un estrato de empobrecimiento social, del que muchas personas acabarían en la exclusión social.
Al paso de los años, los diferentes gobiernos, en lugar de haber ido corrigiendo y madurando la ley educativa, lo que hubiese contribuido a superar las lagunas con las que nació, han hecho de la política educativa una política partidista que ha contribuido a empeorar la calidad de la educación. Evidentemente, los primeros afectados han sido los niños y jóvenes. Los segundos, un profesorado, que cada cuatro años ha tenido que cambiar de programaciones, adaptaciones curriculares, metodologías, asignaturas y materias. Al mismo tiempo, las nuevas normativas han ido burocratizando la labor profesional. Este desconcierto de cambios permanentes en la ley educativa, junto a la excesiva burocratización, le ha restado fuerzas y ánimo al profesorado.
Sin embargo, ha habido un hecho aún más grave, la pérdida de democracia en los órganos de los centros educativos públicos a favor de un mandato unipersonal, que le da prácticamente todo el poder a la figura de la dirección. Hemos pasado de una dirección elegida desde abajo, con marcado carácter asambleario, a una dirección apuntalada desde arriba por la Administración. O lo que es lo mismo, de una dirección que se siente y se debe a su comunidad educativa a otra dirección que responde principalmente a la autoridad administrativa.
Hace años, el claustro de profesores dejó de elegir a sus directores, pasando a ser un mero órgano consultivo. Una vez desmontado el poder de decisión de los claustros, el nuevo decreto, que establece el reglamento de los centros, desmonta los departamentos didácticos y los deja al arbitrio de la dirección; elimina la única elección desde la base que le quedaba a los docentes. De esta forma, el profesorado ya no puede elegir a sus jefes de departamento y ni siquiera se respeta su antigüedad.
¿Es este el modelo educativo para educar en democracia? ¿Acaso sometiendo y desconfiando del profesorado, en lugar de promocionarlo y apoyarlo, se va a conseguir una mejor enseñanza?
No estaría de más, ante la actitud de las autoridades educativas y la falta de unidad de los sindicatos, ir plateando medidas como plataformas a favor de la democracia en los centros. Mientras tanto, no caigamos en la desconfianza que puede aflorar entre el mismo profesorado ante tanta dedocracia, que solo lleva a la precariedad del sistema, lo contrario de lo que supuestamente se persigue.
* Profesor y presidente de la asociación KALA


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